Donde el sol calienta y el viento del Caribe parece barrer las penas, hay un hombre que desafía la rutina del uniforme con algo más poderoso que las órdenes: la compasión. Su nombre es Fulbio Andrés Sosa Charrasquiel, mayor de la Policía Nacional, cordobés de origen y barranquillero por adopción. Desde hace 16 años sirve a la Policía Nacional, pero en la Región de Policía No. 8, donde hoy labora, se ha ganado un título que no figura en los manuales: el de «ángel azul» de los niños con espectro autista.
En medio de la pandemia, cuando la incertidumbre reinaba en las casas y los parques guardaban silencio, el mayor Sosa decidió no quedarse quieto. Mientras otros temían el contagio, él se blindó con tapabocas, guantes y desinfectante, y comenzó a recorrer las calles de “la Arenosa” con un solo objetivo: llevarle alegría a los hijos de sus compañeros policías y a niños de la comunidad diagnosticados con TEA. En lugar de armas, cargaba juguetes didácticos, libros, pelotas. Tocaba puertas, saludaba con la mirada y dejaba en cada hogar un respiro en medio del aislamiento.
Pero ese impulso de bondad no se detuvo cuando terminó la emergencia sanitaria. Hasta el día de hoy, muchos de esos niños siguen recibiendo sus visitas. Ahora, el fútbol se ha convertido en su herramienta para unir, concienciar y sembrar empatía. A través de campeonatos simbólicos y actividades lúdicas, Sosa busca educar a la sociedad sobre la importancia del acompañamiento y el respeto a las diferencias.
Algunos gestos se vuelven inolvidables. Como el caso de Elkin Gallor, un niño con atrofia cortical, hijo del subintendente Elkin Gallor Álvarez, adscrito a la Policía Metropolitana de Barranquilla. Fulbio, movido por la voz de una madre y el sueño de un niño, gestionó una silla de ruedas especializada y lo llevó a conocer el mar Caribe. Hasta las playas de Puerto Colombia llegó aquel pequeño, acompañado por su madre, a sentir la brisa que muchos dan por sentada, pero que para él fue una caricia del alma.
Y como si eso fuera poco, protagonizó una escena que bien podría haber salido de un realismo mágico costeño: el día que una tanqueta del UNDMO irrumpió en el barrio San Salvador no para controlar disturbios, sino para cumplir un sueño. La comunidad miraba atónita cómo de una camioneta bajaban comerciantes y policías cargando una piscina que sería instalada en la terraza de la casa del pequeño Duván, un niño con autismo que soñaba con nadar. La tanqueta, en vez de disparar agua para dispersar, llenó de alegría aquella piscina recién estrenada. Fue, sin duda, un operativo de amor.
Son estos gestos los que no salen en los informes estadísticos, pero que marcan vidas enteras. Porque el mayor Fulbio Sosa ha hecho de su carrera un acto de servicio con alma, de esos que no se aprenden en la escuela policial, sino en las esquinas del corazón. A diario demuestra que servir también significa escuchar, tender la mano y acompañar los silencios.
En la Barranquilla que baila y resiste, en esa ciudad que lo ha adoptado con cariño, Fulbio Sosa se ha convertido en símbolo de humanidad. Un policía que no necesita medallas porque su mayor mérito es haber entendido que la verdadera seguridad comienza cuando alguien se siente amado, visto y respetado.
Y así, bajo el sol de “Barranquilla”, sigue caminando este mayor de los corazones. Sin más escudo que su vocación, y con un azul que no solo viste su uniforme, sino que brota de su alma.